Crítica de El concierto

Desconcierto francés 1 2 3 4 5
Escribe Juan Ramón Gabriel

 
Cartel de El concierto

El conciertoLo único que conmueve y perturba el ánimo del espectador en esta destartalada emulación de falsa comedia con ribetes melodramáticos son los arpegios que emanan de la música del concierto de Tchaikovsky con el que se clausura la película. Lo demás es un desconcierto elaborado a través de la hibridación de varios elementos que no sólo no se atraen, sino cuya fusión repele. Por un lado se establece un contraste entre dos idiosincrasias, la francesa y la rusa, destinado a provocar la hilaridad en el espectador, en su defecto, la vergüenza ajena y el rubor. Tales caracteres nacionales son retratados mediante una pintura repleta de brochazos toscos y zafios, que extrae los materiales de los estereotipos y clichés más rancios y superficiales. La falta de sutilidad discurre en paralelo con el acopio de futilidad. Esta dualidad pictórica requiere de una presentación distribuida en los dos países objeto de la etopeya colectiva. Los cincuenta minutos iniciales discurren en Moscú, en la capital de una Rusia que se afana por devorar ávidamente toda la nueva escenografía adherida a su condición de neófita capitalista. La radiografía irónica de los oligarcas rusos, de los nuevos "zares" de las materias primas esquilmadas por estos magnates rayanos sino ínclitos mafiosos, a la par que los trapicheos a los que se ven sometidos para poder sobrevivir en medio de este feroz, galopante y sobrevenido neoliberalismo económico salvaje los damnificados por este trágala económico, aunque en el caso de la película, el origen de la desastrosa situación en que se encuentran los protagonistas viene dada por motivos políticos, a saber, fueron apartados de su condición de artistas-músicos privilegiados por no someterse a los dictámenes xenófobos de la última época de la URSS de Breznev. La dignidad del director de orquesta en defensa de sus músicos judíos acarreó la disolución de la disidente formación musical (la orquesta del Bolshoi) y su ostracismo de la vida intelectual para desempeñar trabajos de ínfima calificación, al modo de los castigos maoístas. La nueva situación económica equipara en su condición de proscritos tanto al verdugo que ejecutó la disolución del cuadro orquestal (el agente de la KGB, actual nostálgico del comunismo que se esfuerza por mantener la llama revolucionaria mediante simulacros de manifestaciones que son convocadas a golpe de talonario, mientras sobrevive ejerciendo de representante artístico), como a los dispersos instrumentistas y al exc elso y prometedor director, que malvive limpiando su anterior teatro de operaciones, el teatro Bolshoi, amén de actuar como figurante en cualquier evento que le sea retribuido (las antedichas manifestaciones nostálgicas comunistas, asistencia como relleno a las bodas de los oligarcas, etc.).

En la descripción de esta sección rusa es donde la película resulta más divertida, siempre y cuando la condescendencia del espectador ante lo obvio, zafio y esperpéntico sin garra prevalezca frente al cúmulo de disparates que buscan devenir en gags y quedan en gaseosa desventada. La escena de la boda de un oligarca es digna de figurar en una antología del disparate cinematográfico. L. de Funes debe estar revolviéndose en su tumba. Al final, ha conseguido crear escuela-secuela.


Mediante una impostura tan falsa y carente de costura diegética como todo el filme, se presenta la ocasión para resarcirse de la humillación sufrida y recuperar la dignidad mancillada, una especie de oportunidad de aprobar la asignatura pendiente. Esta impostura es el leitmotiv del guión y por lo tanto la causa primera y eficiente del naufragio generalizado. El fingimiento se revela mentira en todos los niveles que teje la historia: en la falsedad de un anacronismo político y en la vaciedad de un dolor humano que es simple ademán retórico.

El concierto
El cambio de escenario, Moscú por París, acaba de dar la puntilla al deslavazado entramado que el director y guionista ha urdido, con el agravante de que lo anecdótico ruso deja paso a la grandeur francesa, satisfecha y encantada de aparecer en escena, si bien es cierto que estaba presente desde el principio, pues lo ruso era un mero apéndice introductorio dentro de un engranaje cien por cien galo.

El escenario parisino aporta la gota de glamour y los ribetes del melodrama, con la inclusión del personaje de la solista, símbolo y quintaesencia del arte por el arte, debajo de cuya perfección interpretativa late un origen ignoto, propio del folletín más descarnado. A partir de ahora, todas las líneas temáticas convergerán en un clímax resolutivo tanto a nivel personal como de reparación colectiva, superando los forzados obstáculos que surgen en el camino.

La música de Tchaikovsky es el bálsamo reparador de todas las dolencias, la culminación suprema del alma eslava, aherrojada por la extinta dominación soviética; fecundada en el espíritu cartesiano de la gélida violinista francesa: la catarsis y la anagnórisis estallan en medio del estruendo orquestal que, afortunadamente y durante unos instantes, se adueña de la pantalla, permitiendo al espectador elevar su espíritu a costa de cerrar los ojos, saboreando la emoción que durante casi dos horas se le ha hurtado.

En fin, siempre nos quedará Tchaikosky. Cine, poco.

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