Los jueves milagro. La mágica religión del cine

Escribe Juan Ramón Gabriel

Cartel de Los jueves milagro

Dos vectores de sentido contrapuestos se proyectan en esta comedia sentimental: la tradición y la modernidad. Por un lado, el retrato irónico y amable de un mundo periclitado, agonizante, del que sólo restan en pie las ruinas polvorientas; por otro, el anhelo por recuperar el esplendor de ese tiempo marchito, de bruñir el oro de una época pretérita a través de los instrumentos que los nuevos aires de cambio pretenden insuflar en la modorra social. Tal actualización, sin embargo, está abocada al fracaso, pues son las mismas “fuerzas vivas” que gobernaran in illo tempore las que se esfuerzan por seguir diseñando y controlando los designios de los tiempos modernos, aun con trampas y cartón, de modo palmariamente falso. El dilema, pues, se reduce a una simple operación de maquillaje, de disfraz de la realidad, condenada desde sus orígenes a la más estrepitosa derrota. Los sinsabores y avatares de esa toma de conciencia quedan reflejados en las nítidas imágenes de la película de Berlanga.

El esplendor perdido: “Fontecilla-Balneario. Apeadero”

El prólogo mimetiza y copia el inicio de Bienvenido, Mister Marshal: una panorámica, desde lo alto de un otero, enfoca la llegada de un tren cuyo silbido anticipa su presencia. Una voz en off realiza las presentaciones, al tiempo que la cámara persigue, mediante un plano secuencia general, el trayecto del tren:

“¿Lo ven? Hasta el humilde tren-correo de las 6.45 atraviesa este pueblo sin detenerse. Claro que esto no ocurría hace cincuenta años. Por aquella época, para que un expreso se pudiera llamar de lujo, tenía necesariamente que parar en Fuentecilla. ¿Qué ha ocurrido desde entonces? ¿Por qué, como en tantos pueblos de España, los grandes expresos al pasar por aquí sólo dejan un leve temblor en los cacharros de las alacenas? Y, sin embargo, hay cosas que no han cambiado. Por ejemplo, la gente de Fontecilla…”

A renglón seguido, la cámara se introduce por los recovecos del pueblo, mostrando el quehacer de sus habitantes. La misma voz en off se formula la pregunta que acecha al espectador: “¿Qué es lo que ha cambiado para que los trenes pasen de largo? Sencillamente, que ya no está de moda el famoso Balneario de Fontecilla…”

Y una imagen resulta mucho más elocuente que todas las palabras del narrador para ilustrar la causa real de tal decadencia: aparece un puesto de venta regentado por una mujer amodorrada, sobre cuya cabeza recostada en la pared se contempla el siguiente cartel publicitario:
“Beba Coca-Cola. Deliciosa”. He aquí un ejemplo del fino humor con que se nos deleitará a lo largo de la historia.


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