critica Lourdes

Anatomía de un milagro 1 2 3 4 5
Escribe Juan Ramón Gabriel

Cartel de Lourdes
La empresa que acomete la directora y guionista Jessica Hausner se asemeja a una tomografía cinematográfica del emporio por antonomasia de producción de milagros certificados por la iglesia católica. A modo de práctica y experimento científico, utiliza su cámara cual microscopio con el que observar y describir los procesos asociados al mundialmente famoso centro de peregrinación de Lourdes. Su mirada pretende levantar acta notarial de ese microcosmos connotado de sobrenaturalidad y, especialmente, de las reglas y mecanismos de su funcionamiento interno, “terrenal”; de su infraestructura burocrática, funcionarial.

De esta manera, la posición que se adopta ante lo maravilloso ni es apologética ni es una diatriba: se trata, en última instancia, de dar fe de un santuario de la Fe, sin socavar los cimientos sobre los que se edifica. Tal abstracta Fe sólo puede radiografiarse a través de los concretos peregrinos que la persiguen y de la milicia de voluntarios que sirven de cayado material a aquéllos.

LourdesDesde esta posición externa y explícitamente objetiva, se elabora una topografía de la vida cotidiana del recinto que acoge y hospeda a un grupo de peregrinos, así como un retrato de éstos. La situación viene dada: no se nos expone el preámbulo vital de cada uno de los personajes, sino que se nos muestra su hacer dentro de la rutina diaria del santuario. En este sentido, el planteamiento descriptivo ocupa un desarrollo extenso, pormenorizado y minucioso, ofreciendo pinceladas de cada uno de los integrantes de la peregrinación, así como de los cuidadores que tienen asignados. El inicio de la película es sumamente revelador: un plano general estático sobre un comedor vacío, en el que se están preparando las mesas para recibir a los huéspedes. Este plano levemente contrapicado y oblicuo se mantiene a medida que los “clientes” van ocupando sus respectivos lugares en las mesas: como a lo largo de todo el filme, el plano y el encuadre permanecerán inmutables, siendo los personajes los que ocupen progresivamente el lienzo. Esta quietud puede llegar a exasperar cuando no desasosegar al espectador: la narración deviene pausada, morosa: mínima como los movimientos de los personajes; sus diálogos son breves, apenas saludos y ritos formales de cortesía. El interior de los mismos es objetivado a través de ínfimos detalles, de gestos insignificantes que han de dotar de sentido su aparente, o quizá real, vacío.

Pudorosamente, la cámara se detiene detrás de las puertas que esconden las situaciones más lóbregas y desagradables de la incapacidad física de la protagonista: una joven tetrapléjica, aquejada de esclerosis múltiple. Este pudor deviene gelidez a la hora de mostrar la humanidad: dolor, alegría, soledad, frustración…permanecen adheridos a los leves detalles de las personas que los padecen. Su impasible enunciación desactiva la exterioridad del padecimiento, lo subsume en una normalidad que empieza a generar intranquilidad en el espectador.

Mientras tanto, casi imperceptiblemente, los pequeños detalles propios de la condición humana empiezan a desarrollarse: uno de los cuidadores será objeto de atención por parte de dos de las enfermeras, una joven voluntaria encargada de la custodia de la protagonista Christine, y de Cécile, jefa de pista, directora de orquesta del grupo de peregrinación. También este personaje, Kuno, despertará la atención de Christine: ya coincidieron ambos en un viaje anterior a Roma. Como comparsa: un viejo parapléjico que intenta mitigar su soledad; dos señoras mayores, una de ellas afectada por un eczema, cuya principal ocupación es cotillear la actuación de los demás; una guapa madre y su incapacitada hija, contumaces peregrinas anuales en busca del milagro salvador; el padre encargado de la tutela espiritual del grupo, al que de vez en cuando se le asedia con cuestiones teológicas de las que se zafa con trilladas respuestas; una señora mayor, compañera de habitación de Christine, que se erige en ángel custodia de la misma, pues no tiene otro quehacer para mitigar su soledad… Las comidas, las excursiones, las misas multitudinarias ocupan el descriptivo desarrollo de la diégesis.
LourdesEl espectador continúa agazapado esperando algún signo que rompa este largo prolegómeno, como los personajes. La irrupción visible de los signos de la muerte hace acto de presencia a través del desfallecimiento de la hierática Cécile: su desmayo deja al descubierto su condición de enferma de cáncer. Es retirada del escenario en camilla, moribunda, manteniéndose el tono de frialdad que ha presidido el filme hasta el momento.

A raíz del baño de Christine, una especie de bautismo con el agua del manantial de Lourdes en una secuencia aséptica, hospitalaria, el efecto taumatúrgico empieza a delinearse, pero dentro de las pautas marcadas de contención y casi inadvertidamente.

Efectivamente, Christine recobra su movilidad perdida. Previamente, había habido un anticipo de efecto maravilloso en el personaje de la hija catatónica de la guapa madre, que parecía haber recuperado sensibilidad y capacidad de reconocimiento. Algo transitorio y fugaz.

La recuperación de Christine sigue las pautas de carencia de dramatismo y de pasión que presiden toda la historia. Su “milagro” es apenas recibido con unos leves aplausos. El análisis burocrático del mismo se inicia: debe ser reconocida médicamente en una consulta ex profeso habilitada en el santuario. La prevención y el desapasionamiento ante su súbita mejoría se enmarcan dentro de un proceso rutinario: posiblemente sea pasajera y transitoria, habrá que llevar a cabo un seguimiento…

Este hecho despierta la curiosidad de Kuno por Christine, las habladurías de las viejas cotillas; la envidia sin aspavientos de otros peregrinos; la “desilusión” de su custodia amateur…, las ganas de emprender la vida de la propia protagonista, dentro de los cauces de impasibilidad por los que discurre el relato.

Lourdes
Finalmente, se llega a la fiesta de despedida. En ella, Kuno y Christine empiezan a bailar. Durante su baile, Christine trastrabillea; se retira y se apoya en la pared, mientras suscita las miradas y comentarios de los demás. Se apoya contra la pared; llega en su ayuda su vieja custodia con la silla de ruedas; Christine se suelta y empieza a salir de plano; a punto casi de desaparecer su silueta del mismo, recula y toma posesión de la silla. Fundido en negro. Fin.

La secuencia final es digna de la inicial. Si en aquella primera la música del “Ave María” de Shubert imprimía sobre las imágenes la emoción de la Fe que durante toda la película brillará por su ausencia, en esta última la letra de la “Felicità” de Al Bano y Romina Power, diegéticamente incrustada a través de un cantante que ameniza la fiesta, remarca de manera grotesca lo fútil de la esperanza, lo terrible de la certeza: el resultado final del TAC cinematográfico: tal como se ha expuesto en un chiste narrado en la película, a la Virgen María ni se la conoce ni se la espera en Lourdes.

Así pues, esta mirada realista, precisa y desapasionada con que se nos han narrado unos hechos “irreales” busca su asentamiento en la distancia analítica de un científico, que observa el desenvolvimiento de sus objetos de investigación, cual Dios observa la condición humana de sus criaturas. Christine trata de escabullirse del plano cinematográfico para poder vivir la arbitrariedad de su curación, pero fuera de él no existiría, como fuera de la mirada del microscopio no existen organismos; como fuera de la mirada de Dios no existe el milagro por el que se mueven los peregrinos.

La película constata una ausencia, una carencia: la imposibilidad de lo sobrenatural en un universo reglamentado, regido por unos parámetros cuya enunciación desactiva el mecanismo de lo extraordinario. También se regodea en la inmensa humanidad miserable de los peregrinos. Antes humanos que peregrinos.


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