Crítica de Tenías que ser tú

Vigencia de los sueños 1 2 3 4 5
Escribe Carlos Losada

Tenías que ser tú
La reflexión sobre esta película de Anand Tucker debería ser algo más contundente: “La vigencia de la fábrica de sueños”. Vamos, al viejo estilo de Hollywood; aunque para los actores que acompañan, y hacen posible este film, es suficientemente válida esa vigencia de los sueños que todos, de alguna manera, solemos alimentar todos los días, y no pocas noches. Vayamos por partes.

Tenías que ser túPartiendo de una leyenda irlandesa, que dicen se remonta al siglo V de nuestra era, los guionistas Deborah Kaplan y Harry Elfont entretejen unas aventuras para que la protagonista, Anna –que incorpora con desigual acierto Amy Adams- deba declararse para pedir en matrimonio al hombre al que dice amar en las 24 horas de que dispone el día 29 de febrero –ya, todos los días tienen 24 horas; pero el del 29 de febrero ocurre cada 4 años, claro; de ahí la que podíamos llamar “sutileza” de la leyenda, a la que se debe dar cumplimiento, pues sino no tendríamos la cinta que comentamos.

Como su avión se retrasa, llega a un pueblo perdido de la Irlanda profunda, lejos del Dublín donde está su novio Jeremy –correcto Adam Scott- y ahí comienzan sus aventuras, porque no le queda más remedio que pedir ayuda a Declan –un muy entonado, convincente y encantador Matthew Goode, recuérdese su excelente incorporación de Gerald Brennan en Al sur de Granada (2003, Fernando Colomo)- al pedirle ayuda y enfrentarse a su socarronería, conocimiento y profundo sentido del humor.

Uno no puede por menos de acordarse de La taberna del irlandés, un John Ford en estado puro, con la ironía y el talento derrochados a manos llenas; pero, por favor, que la comparación no sea más que una sugerencia, y en última instancia una llamada para ver de nuevo la película de John Ford.

Tenías que ser túTenías que ser tú está llena de buenas intenciones, de intentos de hacer de las “desgracias” que le pasan a Anna una muestra de las debilidades humanas con el fin puesto en ese amor que a veces no quiere dar la cara. Sirvan de ejemplo los avatares con el coche de Declan camino de Dublín, esas vacas en medio del camino, y esa bosta de vaca en sus zapatos de marca; y la subida al castillo, mejor la bajada. Aquí hay que decir que ambas secuencias tienen gracia –y hasta están bien planteadas-, pero Amy Adams no parece la adecuada, porque sus mohines no son convincentes, en contraste, como ya dijimos, con el buen hacer y la presencia de Matthew Goode.

Por supuesto, la fábrica dice que los sueños deben cumplirse, y cuando llegan a Dublín, cruzando la isla Esmeralda, luego del percance en la casa de huéspedes, tal vez lo más divertido, las expectativas se cumplen. Y al novio que debía declararse, un cirujano con éxito, muy pagado de sí mismo, no se entera de nada, y todo se decanta por las aventuras fortuitas que ha deparado la fortuna de aviones retrasados, vacas en los caminos, castillos imposibles, para concluir en brazos de quien no podía esperárselo. Y como Anna le cuenta a Declan la leyenda irlandesa, provocando su sorna, el final es el adecuado, y que ofrecen los sueños vigentes para cumplirse: nada puede, ni debe, superar al amor.

Qué lejos quedan John Ford y su “taberna”, así como las mejores intenciones de la hollywoodense fábrica de sueños: falta química entre los protagonistas, aunque ellos intenten disimularlo, a Goode no le cuesta nada; y cierta falta de experiencia en la muestra de imágenes que conforman Tenías que ser tú, pues Anand Tucker se limita a filmar, sobre todo, algunas cursis puestas de sol, como si fueran la consumación de los sueños, y poner énfasis en la siempre absorbente coyuntura del amor. ¿Y dónde están las imágenes originales y sugerentes de la Irlanda profunda y sus gentes, del resabio de los lugareños y de las cualidades de un paisaje, natural y humano, que parece no acabamos de vislumbrar? Esas son pocas pinceladas, que quieren estar bien hilvanadas y se quedan en desgarros no demasiado convincentes.

Tenías que ser túAl menos, nos entretuvimos durante la proyección, porque al tiempo de ver sus defectos intuíamos sus lejanas cualidades, que algunas tiene, como ya hicimos notar. Sin embargo, debemos pedir más, sobre todo cuando director, productores y actores pretenden proclamar la eficaz vigencia de la fábrica de sueños. El cine, a veces, aunque no con la contundencia requerida –en esta ocasión es evidente-, sí puede hacernos reflexionar realmente sobre la vigencia que los sueños pueden tener en nuestra vida, y hasta decirnos para qué nos sirven. Vayan a verla y podrán comprobarlo.


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