Crítica Mamá está en la peluquería

Intrascendencia Innecesaria  2  3  4  5 


Escribe Marcial Moreno


Mamá está en la peluquería


Aún siendo una película con una factura correcta, esta crónica de no se sabe muy bien qué no consigue suscitar un interés en el espectador que perdure lo que el metraje tarda en llegar a su fin. Quizá porque nunca acaba de definirse. O quizá porque las definiciones son múltiples y yuxtapuestas sin que ninguna de ellas permita un anclaje que funcione como hilo conductor desde el cual estructurar las demás. O, sencillamente, porque le falta la maestría que se necesita para apuntar a las trastiendas sin que éstas irrumpan en la historia como elefante en cacharrería, arruinando lo que debería ser tan sólo sugerido para abocarlo a una exposición moralista que acaba siendo difícil de digerir.

Los primeros minutos, quizá los mejores, cuando el relato aún mantiene unas expectativas que acabarán resultando defraudadas, plantea la visión sobre la felicidad familiar y rural tras la que late el germen de la destrucción. La piscina abandonada sirve como adecuada metáfora de la sordidez que infecta la existencia burguesa de los protagonistas. A partir de ahí esperamos la minuciosa disección de las miserias agazapadas tras la opulencia. Pero Lea Pool, la directora suizo-canadiense que firma esta obra, no es, pongamos por caso, Chabrol, y la presentación del detonante del conflicto posee una tosquedad que lo desactiva casi desde el primer momento, le sustrae el recorrido narrativo que necesitaría para mantener la tensión y aboca al relato a explorar nuevas vías que lo justifiquen.

Una vez descubierta la homosexualidad del padre (qué personaje tan absurdo. Pocas veces hemos visto una caracterización tan pobre en una película que se pretende seria) todo se precipita. La madre se apresura a huir a Londres abandonando a sus tres hijos (???). Éstos, como toca, se enfadan (un poquito), y la película debe buscar nuevos caminos para acabar con dignidad. Lo malo es que los caminos encontrados son más bien callejones sin salida: no conducen a ninguna parte.

Así, el intento de contarnos el proceso de maduración de la hija se queda en nada, una parca pincelada que se abandona sin sacarle ningún rendimiento. Cuando se ensaya un tono de comedia se cambia pronto de opinión (afortunadamente). El personaje del fabricante de cebos mudo promete mucho más de lo que ofrece (en realidad ofrece muy poco), y el niño disléxico y superdotado podría pasar por un chiste macabro si el tono de la película fuera distinto.

La fe mueve montañas, parece ser el eslogan que debería articular el discurso fílmico. Tampoco está claro. Es cierto que el constructor de coches acaba consiguiendo su propósito a base de perseverancia, pero los demás no parecen haber materializado sus anhelos, cualesquiera que sean, algo que tampoco queda claro si excluimos el lacrimoso abandono del padre.

Así las cosas no queda otra opción que una deriva de tonos melodramáticos que no conduce a nada, a nada que no sea el final de la película. Como de alguna manera hay que acabar, bienvenido sea.




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